París y Londres se disputan histórica y virtualmente la capitalidad del viejo continente. Por mucho que los ingleses no se consideren de este lado del Canal de la Mancha, sin esta parte del continente no tendrían razón de ser. La sana, o no, rivalidad entre las dos ciudades se remonta siglos atrás, pero ese camino histórico es arduo y abrupto, así que tomemos como punto de partida el nacimiento de la modernidad cultural en Europa y, por ende, en todo el planeta: las vanguardias.
En los agitados años veinte, después de Primera Guerra Mundial, París se convierte sin discusión en el centro del mundo cultural. No hay artista, pintor o escritor que no pasee por sus calles bohemias atestadas de personajes procedentes de todos los rincones. Futurismo, dadaísmo, ultraísmo, surrealismo, constructivismo… de los ismos surgen los grandes nombres que hoy en día siguen poblando las salas de los museos y las páginas de los boletines oficiales: Picasso, Buñuel, Tzara, Picabea, Dalí, Breton… La revolución cultural que nos dejaron las vanguardias históricas sigue siendo la cima del arte contemporáneo.
Por contra, en el verde countryside de las islas, un grupo de niños ricos y mimados del barrio londinense de Bloomsbury intenta dar respuesta a lo que sucede en París. El círculo Bloomsbury, que imagino que en petit comité hablaba en francés, se rinde ante todo lo que viene del Sena y apenas logra seguir con la lengua fuera la carrera de las vanguardias. Virginia Wolf es la única que ha podido sobrevivir dignamente al empuje de sus contemporáneos parisinos.
Si fuese un partido de tenis, el primer set hubiera terminado 6-1 a favor del equipo de la capital gala.
En este período de entreguerras, París vuelve a demandar el interés internacional a base de trapos hechos alta costura. Dior, Chanel, Lanvin, Vionnet… convierten a París en la cuna de la moda, el buen gusto y la sofisticación. No hay paragón posible que haga frente a la moda francesa. Siguiendo con el símil tenístico, París le hace “un rosco” a Londres en el segundo embite.
Finales de la década de 1950, el sétimo arte se reinventa gracias al talento y la creatividad de una generación directores franceses. La nouvelle vague es al cine lo que Zidane al fútbol. Sin embargo, en esa época un americano afincado en Londres es capaz de hacerle sombra a los grandes del cine francés y conquistar la Palma de Oro de Cannes: Joseph Losey es la punta del iceberg del enorme potencial que esconde el cine británico. Aunque muchos se llevarán las manos a la cabeza, el empate técnico es el resultado más justo en la trama del cine, aunque solo sea por el nivel de los actores británicos.
Y llegamos a los años sesenta y el surgimiento de la música pop. Si antes decíamos que era absurdo competir con los popes de la moda francesa, en las arenas movedizas del pop la balanza se desploma del lado británico, a pesar de que la resistencia francesa liderada por Serge Gainsbourg y Françoise Hardy. The Beatles, The Rolling Stones, David Bowie, Paul Weller… son tantos que podría completar un post entero solo con sus nombres. El rock and roll se escribe en inglés y Londres recorta distancias.
Los movimientos contraculturales. Los jóvenes franceses se adelantaron en el tiempo con el Mayo del 68, la revuelta estudiantil que sentó las bases de todos los movimientos contraculturales y antisistema. La respuesta británica tuvo lugar una década después, concretamente en 1977, a base de bajos, guitarras y baterías de unos jóvenes con crestas que cantaban God save the Queen. A pesar de ser un movimiento con menos carga intelectual, el punk es el cimiento sobre el que se han levantado todos los movimientos contraculturales de finales del siglo XX. Y sus líderes, por derecho propio, los nuevos mesías. Londres beats París.
Y llegamos a quinto y definitivo set. ¿Tie break? Ni hablar, que en Roland Garros y Wimbledom no hay muerte súbita en el último set. Seguimos entonces. Bolas nuevas, por favor.
12 de julio de 2011
4 de julio de 2011
DIEZ TEMAS SOBRE LOS QUE HAY QUE EVITAR HABLAR
El silencio es una gran virtud, así que no lo rompamos si no es para mejorarlo. No es mejor compañía quien más habla, sino quien mejor lo hace. Aprendamos a estar en silencio sin sentirnos incómodos y a no hablar más de lo necesario. Propongo diez temas a evitar:
El tiempo. Sin duda el tema de conversación más hueco y vacío de todos; los norteamericanos alucinan con el entusiasmo incontrolable de los europeos por la climatología. Hace frío, pues sí, ¿y qué? Por no hablar de la memoria metereológica. Acordarse de lo que llovió o el calor que hizo el año pasado o hace cuatro años significa malgastar nuestra limitada capacidad de almacenamiento cerebral.
Estrenos de cine. Me refiero a hablar con alguien de una película que no ha visto. Con este tema se rompe el sistema básico de comunicación: es siempre unidireccional y faltamos el respeto al oyente: primero, porque si la va a ver, le destripamos parte del argumento, del misterio, o del placer de enfrentarse al filme sin ningún tipo de información o condicionamiento; y segundo: si no quiere ir a ver la película, será porque no le interesa.
Las horas. Preguntar la hora cuando se está de fiesta es uno de los bajones que te proporciona la noche. Se sale para disfrutar y para olvidarnos de las convenciones de la vida estable, así que “no me preguntes más la hora esta noche”. De este tema de deriva una pregunta y una afirmación más que sombrías. “¿A qué hora acabaste ayer?”. Qué pasa, que la diversión y el éxito de la fiesta es directamente proporcional a la hora de recogida. Y una afirmación repelente: “Solo he dormido tres horas”. Pues muy bien, si te lo pasaste bien, sarna con gusto no pica. Y si no, a achantar, que ya somos mayores.
El dinero. En general, hablar de pasta en cualquiera de sus modalidades es un coñazo: del sueldo, la cuenta del banco, de lo que queda para pasar el mes, etc. Bastantes comeduras de cabeza me provoca cómo llegar a final de mes para gastar más tiempo en ponerle audio. Por favor, no hablemos de dinero, que no mola nada.
El precio. Evitar a toda costa decir el precio de las cosas, especialmente de la ropa: si es caro, parecerás un hortera o un nuevo rico, y si es barato, mejor guardárselo para uno mismo: que mejor placer que conseguir gangas sin que nadie lo sepa.
La droga. Hablar de droga, como si fuese una hazaña deportiva, es una de las conversaciones más trasnochadas y sin interés que existen. Ni un barniz de superficialidad lo salva de la estulticia.
Los ex. Dos cosas que nunca hay que hacer. Una, preguntar a alguien por su ex; es una cuestión intolerable. Y segunda, hablar mal de un ex; por muy mal que se haya portado, por muy cabrón que haya sido, sacar a ventilar los trapos sucios de una pareja es un acto incívico y de subdesarrollo emocional.
Los bebés. Este tema es solo pertinente y oportuno en un grupo exclusivo de madres, ya que es imposible conseguir cualquier atisbo de empatía con el resto de mortales.
De lo mejor. Lo mejor es tan subjetivo, que no es material de discusión ni de conversación. Mejor hablemos de lo bueno, de lo que más nos gusta. Lo mejor pertenece al mundo de lo íntimo, lo personal, lo que se disfruta particularmente.
Cursilerías. Dicho todo esto, de lo más cursi que existe es decirle a alguien sobre lo que se puede o no se puede hablar, sobre lo que es vulgar o no, así que amigos, hablen lo que le salga del arco del triunfo, pero eso sí, sean discretos, que siempre se agradece y es señal de buena educación.
¡Buen verano, amigos!
Suscribirse a:
Entradas (Atom)