13 de febrero de 2008
6 de febrero de 2008
EL COMEDOR DE HACHÍS
Como reza el subtítulo de este mi blog semanal, Como hablar de todo sin saber de nada, me aventuro a recomendar y escribir sobre un libro y un autor totalmente desconocido para mí hasta anteayer (por lo que huelga decir que todavía no lo he leído), pero tanto las personas que me lo han recomendado como el sello editorial que lo ha publicado en España (Tf. Editores) me garantizan que no me voy a equivocar en compartir con todos vosotros mi singular descubrimiento.
Fitz Hugo Ludlow (1836-1870) es el gran desconocido de la literatura americana injustamente enviado al ostracismo a pesar de haber formado parte del círculo literario (con W. Whitman o Thomas Aldrich) y bohemio de Nueva York que a mitad del siglo XIX supuso cambio de guardia en la literatura norteamericana. En 1955 se publicó El comedor de hachís (mismo año en que apareció en Francia Las flores del mal), hasta hoy uno de los mejores trabajos sobre los efectos del hachís en la mente, en el que Fitz relata sus experiencias visionarias junto a sus reflexiones religiosas, filosóficas y médicas sobre los estados alterados de la mente que produce el cannabis.
Junto a Las confesiones de un comedor de opio, de Thomas de Quincey, y Los paraísos artificiales de Charles Baudelaire, la obra de este outsider americano forma el tridente fundamental de textos literarios sobre los efectos de las sustancias alteradoras de la mente. Y mi recomendación va para todos mis lectores que el tema les interesa por las mismas razones que me interesa a mí, y porque personajes de este calibre no deberían haber caído en el olvido nunca. Pintón desde su portal añade su grano de arena para recuperar a este ángel (y fumeta) maldito.
Una leyenda familiar, más tarde usada para explicar su atracción por las sustancias tóxicas, dice que cuando tenía dos años se subió a la mesa e ingirió pimienta y cayena. Al conocer esta anécdota me he visto moralmente obligado a preguntar a mi madre si de pequeño me había ocurrido algo similar; parecer ser a los cuatro años me sorprendieron chupando chiles como si fueran regalices. Ahora lo entiendo todo.
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